Tras el gran éxito e
interés alcanzados en los artículos sobre la Crisis de 2007/2008 y la posibilidad de que una nueva recesión se avecine, en
El Club de la Economía hemos tomado la difícil decisión de comenzar una nueva serie, en la que trataremos con nuestro característico salero todo el ciclo de crisis que asolaron al mundo y a la economía moderna. Y como
nos gusta eso de empezar por el principio, hoy traemos la que probablemente sea
la depresión más terrible sufrida en la historia. Su nombre da miedo, su
proceso produce terror, pero su por qué causa pánico agudo. Hoy hablaremos de la
Gran Depresión de 1929.
Con el objetivo de hacerlo más
ameno y comprensible, primero contaremos qué ocurrió (paso a paso, no os alarméis) y posteriormente trataremos las consecuencias y cómo se podría haber evitado. Comencemos.
Sería bueno dejar claro que la Gran Depresión no es lo mismo que el Crack del 29, o al menos no exactamente, ya que uno es consecuencia del otro. Pero esto no es tan sencillo, ya que todo resulta de un largo desarrollo de los acontecimientos que acabó llevando al desastre, y es justamente ahí adonde nos dirigimos en primer lugar.
Debemos tener presente que en este asunto no hay un único culpable, al
igual que no hay una única causa, pero sí que podemos situarnos en un momento
exacto: 1919. Un año después del fin de la Gran Guerra, Estados Unidos vivía
uno de sus mejores momentos en su corta vida. De la noche a la mañana, y
mientras observaba a través del Atlántico como sus vecinos se partían la cara,
EEUU se había convertido, sin necesidad de hacer gran cosa (que por aquellos
tiempos, bastaba y sobraba) en una de las primeras potencias mundiales,
prácticamente por descarte, tras la devastadora Guerra Mundial. La gran
industria americana proveía a la vieja Europa y, para poder costear la guerra,
se pasaron por el pito del sereno al patrón oro. No conformes con ello,
comenzaron a emitir bonos para poder financiarse, paradójicamente llamados
“bonos libertad”.
Esto era genial para el estadounidense medio. Por primera
vez, sin necesidad de trabajo, podrían rentabilizar sus ahorros y verlos
crecer cada día. Esto se vio como una oportunidad de negocio para un grupo de
caballeros de los que ya hemos hablado cantidad de veces (y no demasiado bien) y que, como si de un patrón se tratase, siempre se asoman cuando hablamos de crisis. Efectivamente, hablamos de los banqueros que, ni cortos ni perezosos,
comenzaron a emitir bonos corporativos y acciones, aprovechando el momento de
auge del mercado en el que a todo el mundo le había dado por comprar. La
inversión, de la noche a la mañana, había pasado de ser una labor reservada
a unos pocos especialmente preparados para ello, a estar especialmente
preparada para todo el vecindario.
Al ver que los ahorros mágicamente se multiplicaban, y al no
ser todo el vecindario especialmente rico (más bien todo lo contrario), la banca
empezó a pensar de nuevo (y ya sabéis que pasa cuando la banca piensa… exacto,
se viene arriba y la caga) y tuvo la genial idea de dar ellos mismos, por medio
de préstamos y créditos, la liquidez a la gente para que con ese dinero comprase acciones de los propios bancos. Una
operación cuando menos, dudosa. Eran los felices años 20. Se instauró entonces el “compre ahora, pague después” (no lo
hago aposta, pero a mí esto me suena a algo) y todo el mundo, desde el presidente
al panadero, se endeudaba para vivir por encima de sus posibilidades (sí que me
suena, sí).
Y es entonces, en 1922, cuando aparecen unos señores que
solo aparecen en bonanza para cargárselo todo un poquito, llevar la fiesta al
apoteosis y después financiar el desastre mañanero con impuestos (wiiii). Hablamos del
curioso caso de los bomberos pirómanos, también conocidos como políticos. Y es que en esa misma fecha nacería la Reserva Federal (FED), la cual se encargaría
de prolongar la fiesta toda la noche, bajando los tipos de interés a mínimos
históricos. Y claro, cuando te bajan los cubatas a 1€ comienza la borrachera,
en esta caso bursátil, en forma de burbuja inflacionista.
Parecía que el mercado especulativo había dejado de ser
natural y competitivo para ser artificial y alcista, ya que este no podía
hacer más que subir, abriéndose y multiplicándose agencias de corretaje por
todo el país. Comenzaba a gritarse eso de “la bolsa nunca baja” (ejem, ejem). La
gente corría como loca a conseguir créditos, que por un ínfimo interés, le producían
grandes ganancias en el mercado continuo. Total, los beneficios estaban
asegurados (ejem ejem, joder qué tos) por lo que las agencias comenzaron a
permitir apalancamientos de 10 veces el capital invertido, asumiendo el riesgo,
sin miedo, la banca. Aproximadamente las 2/3 partes de las acciones de Wall
Street se comparaban con dinero prestado por el propio Wall Street.
Y la bolsa subía y subía y la demanda crecía y crecía, y la bolsa volvía a subir, y la demanda volvía a crecer. El precio de las acciones prácticamente dejó de tener importancia, ya que este estaba ya tan alejado del
valor de la empresa que ya parecía ser un mito. De hecho, la gente compraba
acciones llegando a estar en un PER70 (Price Earnings Ratio), es decir, el
precio de la acción representaba 70 veces los beneficios de la empresa.
Mientras tanto, a la FED no le bastaba con ahogar a todo el
mundo en una orgía crediticia sin parangones, sino que además le dio la vena
samaritana, y corrió en la “ayuda” de esa Europa que trataba de resurgir. Para ello, negoció con el Banco de Inglaterra y los principales bancos centrales
europeos para aumentar la inflación, comprando más de 1,8 millardos en valores
y activos gubernamentales, mientras que las reservas aumentaban solamente a
ritmo de 200 millones. Es este el momento en el que los bancos dejan de tener
una contabilidad seria y pasan a financiar activos basura mediante inyecciones
del gobierno.
Llegando a un punto donde el mercado ya no tenía ni pies ni
cabeza, a causa del sobrecalentamiento, los inversores profesionales comenzaron
a dejar el mercado. Célebre es la frase de Joe Kennedy, padre del futuro
presidente, al abandonar el mercado.
Es entonces cuando el mercado, sin más, dejó de crecer. No
caía, ni subía, sencillamente se movía en paralelo, como si estuviera pensando
en qué hacer. Lo que estaba sucediendo nada tenía que ver con lo que acontecía
en los lujosos despachos de Nueva York porque lo ocurrido la confianza se estaba diluyendo y pronto, muy pronto, se desvanecería completamente.
Miércoles 23 de Octubre de 1929, la Bolsa sufrió un duro
revés al bajar en una sola sesión hasta un 7%. Sin embargo, esto sería tan solo un
aviso, un pellizco comparado con lo que iba a ocurrir al día siguiente, el
Jueves Negro.
Jueves 24 de Octubre de 1929, en los pocos minutos iniciales
tras la apertura de la bolsa, se cursaron más de 1 millón de órdenes de venta que por primera vez no encontrarían comprador, no hasta reducir su precio,
quedando apenas 1/3 de su valor. Parecía que la Ley de la Oferta y la Demanda,
al fin y al cabo, no eran los padres. La burbuja había estallado, el desconcierto se convirtió en miedo, el miedo se convirtió en pánico y el pánico en auténtico terror.
Para tratar de paliar la situación, unos cuantos burócratas
convocan a los personajes más poderosos de Estados Unidos. Asistieron a esa
reunión el presidente de JP Morgan, el vicepresidente de la NY Stock Exchange e incluso a Rockefeller se le vio por allí. Decidieron inyectar dinero público y
privado en unos cuentos valores que, así a ojo, parecían fiables (los llamados
Blue Chips) con el objetivo de recuperar el mercado. Y lo consiguieron, el mercado volvía a subir, y la gente que se tiraba de los rascacielos también disminuyó un poco.
Pero como todas las decisiones de unos pocos que se creen
más listos que el mercado, esto no llegaría muy lejos. Tras una ligera
recuperación el viernes y el lunes , llegaríamos al martes 29 de Octubre,
conocido como Martes Negro. Vaya semanita, macho.
El índice de la bolsa sencillamente se desplomó, de una
forma continuada, hasta enero del año siguiente. Por el camino se quedaron miles
y miles de empresas en la quiebra (3.000 de ellas solo en bancos), un paro de
más del 25%, cierre de fábricas, gente abandonando los lujosos rascacielos de
Manhattan por las chabolas y, en definitiva, una destrucción de aproximadamente
el 80% de la economía norteamericana. Y como en todas las grandes ceisis, esta
llegaría pronto a Sudamérica, Europa y al resto del mundo, obligando a que
Reino Unido abandonase el Patrón Oro y que los principales Estados europeos cerrasen sus fronteras para tratar de frenar la hemorragia. Los nacionalismos
proteccionistas se abrían paso. Unos cuantos salvapatrias comenzaban a
prometer la salvación y el milagro económico en contra de la globalización. Sus
nombres eran Benito Mussolini, Adolf Hitler y Lenin. El resto de la historia la conocemos.
Aún así, entre tanto alboroto, algunos señoritos, los
cuales en aquella época se denominaban “economistas” (denominación que recibía
también el barrendero del quinto) también tenían que decir sobre todo esto. En
primer lugar, se encuentra el economista celebrity del momento, puro glamour y
fama. Hablamos, cómo no, de Keynes, que por aquel momento poco sabemos de a
qué se dedicaba, ya que estaba tan ocupado fijándose en los Índices de Precios
y en sus tablas macroeconómicas, que no se enteró de absolutamente nada de lo
que pasaba, a pocos metros de su oficina en la City de Londres (recordemos que
Keynes llegó a dirigir un Fondo de Inversión). Más bien fueron otros, menos
conocidos, con menos gracia, pero más apuestos (y no, no éramos nosotros) era la Escuela Austriaca que ya avisaba del terrible desenlace
que podría tener la fiesta con la primera luz del sol.
Por un lado, Hayek, escribió un informe para el Instituto
Austriaco de Investigación Económica en Febrero de 1929, en el que predijo la
recesión económica, afirmando: "el boom colapsará en los próximos
meses". Su amigo y maestro, Mises esperaba esta catástrofe financiera,
y afirmaba que venía un gran crash, y no quería su nombre en modo alguno
relacionado con él, mientras rechazaba un puesto importante en el Banco
Kreditanstalt a principios de 1929.
Y por último, cómo no, Rothbard, que no solamente
predijo la crsis antes que sus otros dos compañeros, sino que escribió un libro, y lo tituló “La Gran Depresión de America”. Estos tres economistas, bien enseñados por Menger,
sencillamente se limitaron a obviar los datos agregados y pasar al estudio de
bienes relativos, es decir, no centrarse en la macroeconomía, sino en la microeconomía.
Posteriormente, vendría la Gran Depresión, durante la cual la gente se refugiaba en el activo más líquido: el oro. Es por esto que durante
la época del New Deal, Roosevelt mandó prohibir su atesoramiento con penas de hasta 10
años de cárcel. De esta manera, se trataban de manipular los tipos de interés,
ya que Roosevelt prolongó la quiebra bancaria, al tratar de rescatarla mediante
la especulación de bonos (es decir, de su propio país). Por tanto, la gente
se vería obligada a refugiarse en el segundo activo más seguro: la deuda
pública (exactamente lo que el Estado quería).
Con esta política se llegaría hasta Bretton Woods, donde,
como hablamos en este artículo, se bajan definitivamente
los pantalones, acabando con la economía real (es decir, el patrón oro) y
apostándolo todo a que Estados Unidos vencería en un nuevo conflicto que poco a
poco, se hacía inminente.
En definitiva, podemos apreciar como la práctica totalidad
de las crisis vividas en la actualidad, tanto la inmobiliaria como el
sobreendeudamiento y exceso de crédito, son errores que ya ocurrieron en el
pasado, pero de los que no parece que aprendiéramos nada. No aprendimos que al mercado, como a todo, por mucho que lo manipules no va a dar la solución mágica que
esperas, sino la que debe, ya que no depende de unos cuantos, sino de unos
muchos y a la larga, se autoajusta sin necesidad de echarle las zarpas. El
dirigismo estatal no es bueno, ni aunque tu población, aparentemente, esté
encantada.
Esto es todo por hoy, joven padawan. Somos El Club de la
Economía y siempre aquí estaremos. No es una amenaza, pero volveremos.
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