lunes, 9 de octubre de 2017

Crisis Económicas I: La Gran Depresión y el Crack del 29

Hace mucho tiempo, en una Economía muy, muy lejana…




Tras el gran éxito e interés alcanzados en los artículos sobre la Crisis de 2007/2008 y la posibilidad de que una nueva recesión se avecine, en El Club de la Economía hemos tomado la difícil decisión de comenzar una nueva serie, en la que trataremos con nuestro característico salero todo el ciclo de crisis que asolaron al mundo y a la economía moderna. Y como nos gusta eso de empezar por el principio, hoy traemos la que probablemente sea la depresión más terrible sufrida en la historia. Su nombre da miedo, su proceso produce terror, pero su por qué causa pánico agudo. Hoy hablaremos de la Gran Depresión de 1929.

Con el objetivo de hacerlo más ameno y comprensible, primero contaremos qué ocurrió (paso a paso, no os alarméis) y posteriormente trataremos las consecuencias  y cómo se podría haber evitado. Comencemos.

Sería bueno dejar claro que la Gran Depresión no es lo mismo que el Crack del 29, o al menos no exactamente, ya que uno es consecuencia del otro. Pero esto no es tan sencillo, ya que todo resulta de un largo desarrollo de los acontecimientos que acabó llevando al desastre, y es justamente ahí adonde nos dirigimos en primer lugar.

Debemos tener presente que en este asunto no hay un único culpable, al igual que no hay una única causa, pero sí que podemos situarnos en un momento exacto: 1919. Un año después del fin de la Gran Guerra, Estados Unidos vivía uno de sus mejores momentos en su corta vida. De la noche a la mañana, y mientras observaba a través del Atlántico como sus vecinos se partían la cara, EEUU se había convertido, sin necesidad de hacer gran cosa (que por aquellos tiempos, bastaba y sobraba) en una de las primeras potencias mundiales, prácticamente por descarte, tras la devastadora Guerra Mundial. La gran industria americana proveía a la vieja Europa y, para poder costear la guerra, se pasaron por el pito del sereno al patrón oro. No conformes con ello, comenzaron a emitir bonos para poder financiarse, paradójicamente llamados “bonos libertad”.

Esto era genial para el estadounidense medio. Por primera vez, sin necesidad de trabajo, podrían rentabilizar sus ahorros y verlos crecer cada día. Esto se vio como una oportunidad de negocio para un grupo de caballeros de los que ya hemos hablado cantidad de veces (y no demasiado bien) y que, como si de un patrón se tratase, siempre se asoman cuando hablamos de crisis. Efectivamente, hablamos de los banqueros que, ni cortos ni perezosos, comenzaron a emitir bonos corporativos y acciones, aprovechando el momento de auge del mercado en el que a todo el mundo le había dado por comprar. La inversión, de la noche a la mañana, había pasado de ser una labor reservada a unos pocos especialmente preparados para ello, a estar especialmente preparada para todo el vecindario.

Al ver que los ahorros mágicamente se multiplicaban, y al no ser todo el vecindario especialmente rico (más bien todo lo contrario), la banca empezó a pensar de nuevo (y ya sabéis que pasa cuando la banca piensa… exacto, se viene arriba y la caga) y tuvo la genial idea de dar ellos mismos, por medio de préstamos y créditos, la liquidez a la gente para que con ese dinero comprase acciones de los propios bancos. Una operación cuando menos, dudosa. Eran los felices años 20. Se instauró entonces el “compre ahora, pague después” (no lo hago aposta, pero a mí esto me suena a algo) y todo el mundo, desde el presidente al panadero, se endeudaba para vivir por encima de sus posibilidades (sí que me suena, sí).

Y es entonces, en 1922, cuando aparecen unos señores que solo aparecen en bonanza para cargárselo todo un poquito, llevar la fiesta al apoteosis y después financiar el desastre mañanero con impuestos (wiiii). Hablamos del curioso caso de los bomberos pirómanos, también conocidos como políticos. Y es que en esa misma fecha nacería la Reserva Federal (FED), la cual se encargaría de prolongar la fiesta toda la noche,  bajando los tipos de interés a mínimos históricos. Y claro, cuando te bajan los cubatas a 1€ comienza la borrachera, en esta caso bursátil, en forma de burbuja inflacionista.

Parecía que el mercado especulativo había dejado de ser natural y competitivo para ser artificial y alcista, ya que este no podía hacer más que subir, abriéndose y multiplicándose agencias de corretaje por todo el país. Comenzaba a gritarse eso de “la bolsa nunca baja” (ejem, ejem). La gente corría como loca a conseguir créditos, que por un ínfimo interés, le producían grandes ganancias en el mercado continuo. Total, los beneficios estaban asegurados (ejem ejem, joder qué tos) por lo que las agencias comenzaron a permitir apalancamientos de 10 veces el capital invertido, asumiendo el riesgo, sin miedo, la banca. Aproximadamente las 2/3 partes de las acciones de Wall Street se comparaban con dinero prestado por el propio Wall Street.

Y la bolsa subía y subía y la demanda crecía y crecía, y la bolsa volvía a subir, y la demanda volvía a crecer. El precio de las acciones prácticamente dejó de tener importancia, ya que este estaba ya tan alejado del valor de la empresa que ya parecía ser un mito. De hecho, la gente compraba acciones llegando a estar en un PER70 (Price Earnings Ratio), es decir, el precio de la acción representaba 70 veces los beneficios de la empresa.

Mientras tanto, a la FED no le bastaba con ahogar a todo el mundo en una orgía crediticia sin parangones, sino que además le dio la vena samaritana, y corrió en la “ayuda” de esa Europa que trataba de resurgir. Para ello, negoció con el Banco de Inglaterra y los principales bancos centrales europeos para aumentar la inflación, comprando más de 1,8 millardos en valores y activos gubernamentales, mientras que las reservas aumentaban solamente a ritmo de 200 millones. Es este el momento en el que los bancos dejan de tener una contabilidad seria y pasan a financiar activos basura mediante inyecciones del gobierno.

Llegando a un punto donde el mercado ya no tenía ni pies ni cabeza, a causa del sobrecalentamiento, los inversores profesionales comenzaron a dejar el mercado. Célebre es la frase de Joe Kennedy, padre del futuro presidente, al abandonar el mercado.



Es entonces cuando el mercado, sin más, dejó de crecer. No caía, ni subía, sencillamente se movía en paralelo, como si estuviera pensando en qué hacer. Lo que estaba sucediendo nada tenía que ver con lo que acontecía en los lujosos despachos de Nueva York porque lo ocurrido la confianza se estaba diluyendo y pronto, muy pronto, se desvanecería completamente.

Miércoles 23 de Octubre de 1929, la Bolsa sufrió un duro revés al bajar en una sola sesión hasta un 7%. Sin embargo, esto sería tan solo un aviso, un pellizco comparado con lo que iba a ocurrir al día siguiente, el Jueves Negro.

Jueves 24 de Octubre de 1929, en los pocos minutos iniciales tras la apertura de la bolsa, se cursaron más de 1 millón de órdenes de venta que por primera vez no encontrarían comprador, no hasta reducir su precio, quedando apenas 1/3 de su valor. Parecía que la Ley de la Oferta y la Demanda, al fin y al cabo, no eran los padres. La burbuja había estallado, el desconcierto se convirtió en miedo, el miedo se convirtió en pánico y el pánico en auténtico terror.

Para tratar de paliar la situación, unos cuantos burócratas convocan a los personajes más poderosos de Estados Unidos. Asistieron a esa reunión el presidente de JP Morgan, el vicepresidente de la NY Stock Exchange e incluso a Rockefeller se le vio por allí. Decidieron inyectar dinero público y privado en unos cuentos valores que, así a ojo, parecían fiables (los llamados Blue Chips) con el objetivo de recuperar el mercado. Y lo consiguieron, el mercado volvía a subir, y la gente que se tiraba de los rascacielos también disminuyó un poco.

Pero como todas las decisiones de unos pocos que se creen más listos que el mercado, esto no llegaría muy lejos. Tras una ligera recuperación el viernes y el lunes , llegaríamos al martes 29 de Octubre, conocido como Martes Negro. Vaya semanita, macho.

El índice de la bolsa sencillamente se desplomó, de una forma continuada, hasta enero del año siguiente. Por el camino se quedaron miles y miles de empresas en la quiebra (3.000 de ellas solo en bancos), un paro de más del 25%, cierre de fábricas, gente abandonando los lujosos rascacielos de Manhattan por las chabolas y, en definitiva, una destrucción de aproximadamente el 80% de la economía norteamericana. Y como en todas las grandes ceisis, esta llegaría pronto a Sudamérica, Europa y al resto del mundo, obligando a que Reino Unido abandonase el Patrón Oro y que los principales Estados europeos cerrasen sus fronteras para tratar de frenar la hemorragia. Los nacionalismos proteccionistas se abrían paso. Unos cuantos salvapatrias comenzaban a prometer la salvación y el milagro económico en contra de la globalización. Sus nombres eran Benito Mussolini, Adolf Hitler y Lenin. El resto de la historia la conocemos.

Aún así, entre tanto alboroto, algunos señoritos, los cuales en aquella época se denominaban “economistas” (denominación que recibía también el barrendero del quinto) también tenían que decir sobre todo esto. En primer lugar, se encuentra el economista celebrity del momento, puro glamour y fama. Hablamos, cómo no, de Keynes, que por aquel momento poco sabemos de a qué se dedicaba, ya que estaba tan ocupado fijándose en los Índices de Precios y en sus tablas macroeconómicas, que no se enteró de absolutamente nada de lo que pasaba, a pocos metros de su oficina en la City de Londres (recordemos que Keynes llegó a dirigir un Fondo de Inversión). Más bien fueron otros, menos conocidos, con menos gracia, pero más apuestos (y no, no éramos nosotros) era la Escuela Austriaca que ya avisaba del terrible desenlace que podría tener la fiesta con la primera luz del sol.

Por un lado, Hayek, escribió un informe para el Instituto Austriaco de Investigación Económica en Febrero de 1929, en el que predijo la recesión económica, afirmando: "el boom colapsará en los próximos meses". Su amigo y maestro, Mises esperaba esta catástrofe financiera, y afirmaba que venía un gran crash, y no quería su nombre en modo alguno relacionado con él, mientras rechazaba un puesto importante en el Banco Kreditanstalt a principios de 1929.
Y por último, cómo no, Rothbard, que no solamente predijo la crsis antes que sus otros dos compañeros, sino que escribió un libro, y lo tituló “La Gran Depresión de America”. Estos tres economistas, bien enseñados por Menger, sencillamente se limitaron a obviar los datos agregados y pasar al estudio de bienes relativos, es decir, no centrarse en la macroeconomía, sino en la microeconomía.

Posteriormente, vendría la Gran Depresión, durante la cual la gente se refugiaba en el activo más líquido: el oro. Es por esto que durante la época del New Deal, Roosevelt mandó prohibir su atesoramiento con penas de hasta 10 años de cárcel. De esta manera, se trataban de manipular los tipos de interés, ya que Roosevelt prolongó la quiebra bancaria, al tratar de rescatarla mediante la especulación de bonos (es decir, de su propio país). Por tanto, la gente se vería obligada a refugiarse en el segundo activo más seguro: la deuda pública (exactamente lo que el Estado quería).
Con esta política se llegaría hasta Bretton Woods, donde, como hablamos en este artículo, se bajan definitivamente los pantalones, acabando con la economía real (es decir, el patrón oro) y apostándolo todo a que Estados Unidos vencería en un nuevo conflicto que poco a poco, se hacía inminente.

En definitiva, podemos apreciar como la práctica totalidad de las crisis vividas en la actualidad, tanto la inmobiliaria como el sobreendeudamiento y exceso de crédito, son errores que ya ocurrieron en el pasado, pero de los que no parece que aprendiéramos nada. No aprendimos que al mercado, como a todo, por mucho que lo manipules no va a dar la solución mágica que esperas, sino la que debe, ya que no depende de unos cuantos, sino de unos muchos y a la larga, se autoajusta sin necesidad de echarle las zarpas. El dirigismo estatal no es bueno, ni aunque tu población, aparentemente, esté encantada.


Esto es todo por hoy, joven padawan. Somos El Club de la Economía y siempre aquí estaremos. No es una amenaza, pero volveremos.

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