El siglo XVIII también es llamado como Siglo de las Luces,
ya que fue testigo del nacimiento de un movimiento intelectual conocido como
Ilustración. Este período es de una importancia fundamental, ya que tuvieron
lugar una serie innovaciones tecnológicas y de acontecimientos culturales,
políticos y por supuesto económicos (que es lo que nos interesa aquí, al fin y
al cabo) que cambiaron el mundo.
Este siglo se inicia con la Guerra de Sucesión Española, tras morir Carlos II de España sin descendencia. El trono del imperio marítimo más grande del momento era demasiado jugoso y toda Europa se pone a partirse la cara para ver quién es el fulano que sentará sus reales posaderas sobre el mismo. Que conste que lo de partirse la cara es algo muy europeo. Finalmente, el archiduque Carlos de Austria renuncia al trono de España y según el Tratado Utrecht, Felipe V de Borbón es coronado rey de la Monarquía Hispánica, lo que produjo grandes cambios territoriales y políticos en el continente.
Unos siete años antes de la firma de este tratado, en 1707, es aprobada el Acta de Unión por los parlamentos de Escocia e Inglaterra, formándose así el Reino Unido de la Gran Bretaña. Tras las derrotas terrestres sufridas ante los ejércitos de España y Francia durante la Guerra de Sucesión, los británicos terminan por entender que lo suyo son los barcos, el mar y el comercio internacional. Esto marcó la política expansiva de los british durante los siguientes trescientos años, ya que se lanzaron a construir un imperio de ultramar al grito de “maricón el último”.
Sin embargo, había una serie de colonias británicas en la costa este de Norteamérica a las que no les sentó nada bien no estar representadas en el nuevo Parlamento de Londres, por lo que cogieron la puerta y decidieron pirarse en 1775 (revolución mediante). Sí, hablo de Estados Unidos. Echemos un vistazo a la Declaración de Independencia porque no tiene desperdicio: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. No sé a vosotros, pero a mí me mola.
Unos años más tarde, en 1789, comienza la Revolución
Francesa. La burguesía gabacha empieza a tener nuevas ideas ilustradas sobre
libertad política e igualdad de todos los ciudadanos que sientan las bases que
terminarán derribando el absolutismo y el Antiguo Régimen. Casi nada. Destacan
algunos nombres propios como Voltaire, Diderot, Montesquieu y, cómo no,
Rousseau.
En el siglo XVII lo que les hacía el culo pepsicola a los economistas era el mercantilismo. Contrariamente a este sistema proteccionista e intervencionista, dijimos en la anterior entrada que había surgido la fisiocracia de la mano de Quesnay, que defendía el librecambismo y una menor interferencia del Estado en la economía. Dentro de este movimiento, junto con Quesnay del que ya habíamos hablado, destaca el economista francés Pierre Samuel du Pont de Nemours, que escribió conjuntamente con Quesnay La Fisiocracia. Recordemos que los fisiócratas defienden que la riqueza de una nación depende de su capacidad de producción agrícola y Du Pont fue un gran difusor de estas ideas, escribiendo varios tratados y revistas de agricultura (Journal d'agriculture). Fue partidario de la Revolución, pero más tarde fue acusado de contrarrevolucionario y condenado a morir en la guillotina (esta afición a separar la cabeza del tronco al personal era algo muy de la época). Finalmente fue excarcelado y se refugió en EEUU.
Las ideas de la doctrina fisiócrata alcanzan su apogeo en la década de 1770, cuando Anne Robert Jacques Turgot, otro de los pesos pesados de la fisiocracia, es nombrado Inspector General de Finanzas por Luis XVI. En esta Francia prerrevolucionaria, sumida en una profunda crisis, Turgot optó por llevar a cabo una política de control del gasto público para reducir la deuda y bajadas de impuestos. También presentó una profunda reforma económica que incluía la supresión de monopolios y la abolición del privilegio fiscal de la nobleza. Evidentemente, fue destituido. Escribió varias obras de teoría económica como Reflexiones sobre la formación y distribución de la riqueza, donde difundía las ideas fisiócratas.
Antes de abandonar a los gabachos, merece una mención aparte el gran Jean-Baptiste Say. Say estuvo influido por Adam Smith (ahora nos ponemos con el tito Adam, no os preocupéis), en cuanto a defensa de la propiedad privada y autorregulación del mercado. Sin embargo, se distinguió de Smith y la escuela inglesa en que defendió la teoría subjetiva del valor, es decir, que el valor de las cosas depende de la opinión subjetiva de los consumidores (como veis, la eterna lucha entre estas dos teorías es algo que se repite en cada entrada de esta serie :D) Asimismo, Say analizó con detalle el efecto negativo que ejercen los impuestos sobre la creación de riqueza. Ahora entendéis por qué en El Club tenemos todos un póster de Say en nuestra morada.
Este es el póster en
cuestión
Sin embargo, si por algo se recuerda a Say es por su Ley de los mercados o Ley de Say, expuesta en su obra Tratado de Economía política. Esta ley ha sido tergiversada sistemáticamente, resumiéndola con el famoso “la oferta genera su propia demanda”. De esta manera, pudiera parecer que Say niega el hecho de que puedan existir sobreproducciones puntuales de mercancía, ya que la oferta y la demanda se equilibran. No obstante, Say era perfectamente consciente de que pueden existir este tipo de desequilibrios y así lo expresó en sus escritos. La Ley de Say no trata sobre eso, sino sobre algo mucho más intuitivo: para demandar algo es preciso primero ofrecer algo. Esto quiere decir que no existe demanda sin oferta, es decir, para comprar algo primero hay que ofrecer capital a cambio, y para ello es necesario vender bienes o servicios. En otras palabras, para comprar algo es necesario trabajar (!) o vender cositas en Wallapop.
Cruzando ya el canal de la Mancha, encontramos en este siglo a Thomas Robert Malthus, que criticó duramente la Ley de Say. Malthus es famoso por su obra Ensayo sobre el principio de la población, en la cual expone la llamada “catástrofe malthusiana”. Efectivamente, Malthus era de los que veían el vaso medio vacío. Según su teoría de la población, la población crece más rápido que los recursos, ya que la primera lo hace en progresión geométrica y la segunda mediante una progresión aritmética. Esto nos conduciría a un sucesivo empobrecimiento de la población, llegando a pronosticar el fin de la humanidad en 1880. Seguimos aquí ¿no? El principal error de Malthus, y que merece ser comentado aquí porque mucha gente lo sigue cometiendo, fue no tener en cuenta la continua innovación tecnológica que es capaz de desplegar el ser humano. Y este infinito ingenio, no sólo le sirve para no morir de hambre, como pronosticaba Malthus, sino que le permite ser más rico que nunca (a pesar de que jamás ha habido tantos fulanos en el planeta).
En la primera mitad del siglo XVIII también tenemos que hablar de David Hume que, aunque es más conocido por sus aportaciones filosóficas, también contribuyó a la ciencia económica. Hume defendió la propiedad privada, ya que los recursos son limitados, mientras que si los bienes fueran ilimitados la propiedad privada sería un sinsentido. También pensaba que no debían tomarse medidas redistributivas de la riqueza, ya que de este modo desaparecerían los estímulos individuales necesarios para la creación de esta. En sus escritos trató también sobre otros temas económicos como la teoría monetaria. Según Hume, en un sistema de patrón oro, cuando un país tiene una balanza comercial positiva (exporta más que importa), aumenta la cantidad de oro que entra en el país. Al haber más cantidad de oro en circulación, los precios aumentan, por lo que las exportaciones de ese país se contraen. De este modo, el patrón oro permitiría restaurar el equilibrio y la cantidad de dinero tiende a igualarse entre los países.
Llegamos por fin al conocidísimo Adam Smith. Lo primero que
debemos decir de él, y que leyendo los anteriores artículos puede que hayáis
notado, es que Smith está algo sobrevalorado como “padre de la economía
moderna”. Abro paraguas. Gran parte de
lo que Smith defiende en sus escritos ya había sido planteado antes, ya fuera
por Richard Cantillon o los ingleses Petty y Nicholas Barbon o los escolásticos
españoles de Salamanca o incluso el propio Hume, que también influyó en él.
Oigo a las hordas smithianas rugiendo frente a la pantalla. No me
malinterpretéis, Adam Smith es un grandísimo economista, uno de los más
importantes de la historia, pero el común de los mortales suele creer que se
sacó toda la economía moderna de los pezones él solito, olvidándose
completamente de las aportaciones anteriores. Dicho esto, vamos al asunto.
En 1776 Adam Smith publica una obra trascendental para la
ciencia económica, La riqueza de las Naciones,
donde desarrolla una idea principal: el ser humano se mueve buscando el interés
individual y eso lleva al bien colectivo. “No es por la benevolencia del
carnicero, del cervecero y del panadero que podemos contar con nuestra cena,
sino por su propio interés”. ¿Cómo es
posible entonces que una sociedad donde cada uno persigue su propio interés
funcione? Adam Smith explica que el mercado se autorregula gracias a la
existencia de una “mano invisible”. La mano invisible presupone que existe una
inercia por la cual el mercado lleva a los individuos a tomar las mejores
decisiones para que la mayoría de la población alcance el bienestar (de aquí viene su famosa frase "En la competencia, la ambición individual beneficia al bien común). De este modo, Smith se
identifica con el laissez faire de
los fisiócratas, ya que defiende la libre competencia y la no intervención del
Estado en la economía.
Para Smith el crecimiento económico se potencia gracias a la división del trabajo, es decir, la especialización del trabajador, con el objetivo de mejorar la eficiencia y ahorrar tiempo. Esto se consigue aumentando la habilidad del trabajador haciendo que se dedique a un número pequeño de operaciones. Defiende además el comercio internacional libre y sin trabas, para alcanzar el crecimiento económico. Adam Smith desarrolla la teoría de la ventaja absoluta, según la cual los distintos bienes deben ser producidos en aquel país en los que tengan un coste de producción menor, ya que este país gozará de una “ventaja absoluta” con respecto a los demás.
Como ya hemos mencionado, al contrario que Say, Smith defendió la teoría objetiva del valor. Según esta teoría el valor de una mercancía depende de la cantidad de trabajo que lleve incorporada. Esta teoría sería utilizada luego por Marx para construir su teoría de la explotación con erótico resultado. Recordemos que Diego de Covarrubias ya había rechazado esta teoría doscientos años antes, pero Smith no se quedó con la copla.
Como ya hemos mencionado, al contrario que Say, Smith defendió la teoría objetiva del valor. Según esta teoría el valor de una mercancía depende de la cantidad de trabajo que lleve incorporada. Esta teoría sería utilizada luego por Marx para construir su teoría de la explotación con erótico resultado. Recordemos que Diego de Covarrubias ya había rechazado esta teoría doscientos años antes, pero Smith no se quedó con la copla.
Antes de acabar por hoy, vamos a hablar de un gran economista que, aunque nació en el siglo XVIII, desarrolló sus principales obras ya en el XIX. No es otro que David Ricardo. Este inglés de origen sefardí-portugués es uno de los grandes clásicos de la escuela inglesa junto con Adam Smith. Se empezó a interesar por la ciencia económica cuando contaba con 27 años, cuando se dice que se encontró con un ejemplar de La riqueza de las Naciones en un centro termal. A partir de ahí empezó una educación autodidacta y en 1817 publicó su obra más importante Principios de economía política y tributación. Al igual que Smith, David Ricardo fue un férreo defensor del laissez faire y del librecambismo en el comercio internacional. Y también al igual que Smith defendió la teoría objetiva del valor (esto ya no, Ricardo).
Probablemente, una de sus aportaciones más importantes (si no la que más) fue su culminación con la teoría de la ventaja comparativa, acabando lo empezado por Smith. Lo que esta defiende, en definitiva, son los beneficios del comercio internacional, y esencialmente, amplía la división del trabajo, propuesta en su momento por Adam Smith, y opuesta a las teorías proteccionistas, que únicamente defendían la producción en su propio país, evitando el comercio exterior (y así les fue).
También desarrolló su teoría de la renta diferencial. La renta que proporcionaban los terrenos agrícolas dependía de su fertilidad, por lo que las más fértiles ofrecerían mayor rentabilidad que las menos fértiles. Sin embargo, a medida que aumenta la población y por lo tanto la demanda de alimentos, es necesario cultivar cada vez tierras menos fértiles. Ello implicaría un aumento continuo de los precios de los alimentos, ya que las de menos fertilidad dan menor renta y para compensarlo el empresario debe encarecer el precio del alimento. De este modo, el terrateniente exige que el precio de los alimentos suba constantemente, mientras que los obreros desean un costo bajo, por lo que el interés personal del terrateniente es opuesto al de la sociedad y no contribuye a su bienestar.
Asimismo, es destacable la teoría de la equivalencia ricardiana. Según esta teoría, el Estado puede financiarse mediante dos vías: los impuestos cobrados a los contribuyentes actuales o la emisión de deuda pública. Sin embargo, si se elige la emisión de deuda pública, el Estado deberá pagarla tarde o temprano y para ello tendrá que subir los impuestos. En otras palabras, la elección es entre cobrar impuestos al ciudadano hoy o cobrarlos el día de mañana. Ricardo argumentaba que, si se elegía la opción de emitir deuda pública, aunque los ciudadanos tienen más dinero hoy, ellos se darán cuenta de que tendrán que pagar impuestos mayores en el futuro y, por lo tanto, ahorrarán un dinero adicional para poder pagarlos. Este mayor ahorro por parte de los consumidores compensaría exactamente el gasto adicional del Estado, de modo que la demanda total permanece constante.
Desde El Club de la Economía, estamos de vuelta. Volvemos para seguir siendo claros, directos y al grano, pero salaos. Para cerrar este gran siglo, y como diría el pensador y filósofo Jean-Jacques Rousseau, en su conocida obra El Contrato Social, "Yo no profeso ideas vulgares: considero las jornadas de trabajo de los tiempos del feudalismo menos contrarias a la libertad que los impuestos".
Esto es todo por ahora, joven padawan. Somos El Club de la Economía y siempre aquí estaremos. No es una amenaza, pero volveremos.
Hola. Gracias por publicar. Creo qué hay un error donde dice
ResponderEliminar"Ello implicaría un aumento continuo de los alimentos"
Debería decir el precio de los alimentos,
Chao
Tienes toda la razón, ya está corregido. Gracias y un saludo.
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